BOMARZO 2007


ARGUMENTO
(texto de Manuel Mujica Láinez)

ACTO I

Cuadro I, “El Filtro”

Yo, Pier Francesco Orsini, Duque de Bomarzo, llamado Vicino, el último día de mi vida (de aquella vida), descendí de mi castillo al parque, hasta que llegué a la Boca del Infierno, tallada en una de sus rocas. Me acompañaban mi astrólogo, Silvio de Narni, portador de un cáliz luminoso, y mi sobrino Nicolás, hijo de mi hermano Maerbale. Recuerdo que oímos cantar a un niño pastor, quien afirmaba que no cambiaría su existencia por la del Duque, pues yo andaba por el mundo arrastrando en mi joroba el peso de mis pecados, y recuerdo que tuve la impresión de que cuanto yo había hecho no valía nada, comparado con la paz de ese inocente. Me entregaron el cáliz, dentro del cual brillaba el secreto brebaje que me aseguraría la inmortalidad, y amos se retiraron, dejándome solo. Quedé en el interior de la esculpida cabeza, bebí el misterioso líquido y, mientras rompía la copa, a mis oídos alcanzó la voz amada de mi abuela, anunciándome que me habían traicionado y que iba a morir. Pasó el niño pastor y lo llamé en vano, porque me estremecían atroces dolores. Entonces ante mí comenzaron a desfilar los episodios de mi vida extraña, no los grandes, los vinculados con batallas y cortejos, sino los relativos a mi vida oculta, la que, como mi joroba en mi cuerpo, pesaba en mi alma.

Cuadro II, “Niñez de Pier Francesco”

Vi así, en la primera escena evocada, a mis hermanos Girolamo y Maerbale, de niños, jugando en una sala del castillo, entre antiguos ropajes revueltos. Se disfrazaron y quisieron que participase de su fiesta, pero yo los conocía bien y sabía que, como siempre, tratarían de vejarme. Pronto lo corroboré cuando Girolamo, el mayor, el que heredaría el ducado, me ordenó que representase el papel de bufón de los Orsini. Me resistí y me pusieron una caperuza, mas ante mi inmovilidad, irritados, fraguaron algo más perverso. Girolamo resolvió que, puesto que él sería el Duque, yo sería la Duquesa de Bomarzo, y que Maerbale nos casaría. Me vistieron unas absurdas prendas femeninas, y al pretender besarme el mayor, escapé. Girolamo era ágil y más cuando se enfurecía. Su rabia creció de punto y se arrojó sobre mí: me abrió la oreja con un estilete y me hundió en el lóbulo un pendiente que recogió del suelo, diciendo que era su regalo para la Duquesa. Mis gritos de angustia, de dolor, alertaron a nuestro padre, quien se presentó de súbito y, en vez de socorrerme, me apostrofó, tachándome de vergüenza de la estirpe, de jorobado vestido de hembra. Huyeron mis hermanos y entonces mi padre, con iracunda mofa, me recordó que en una cercana habitación escondida, moraba un misterioso personaje a quien nadie había visto y temían todos, tal vez un santo, acaso un demonio, y abriendo el panel secreto me empujó al interior de la cámara. Allí adentro distinguí una reclinada figura, un esqueleto coronado de rosas de trapo, y fue tal mi horror que creí que se movía y caí desvanecido. No sé si lo soñé o si en verdad aconteció, pero el esqueleto se incorporó y se echó a danzar, persiguiéndome por la sala vecina, hasta que se tumbó sobre mí y se apagaron las velas.

Cuadro III, “El Horóscopo”

Me vi después en el gabinete del astrólogo Silvio. Yo ya era adolescente. El astrólogo me mostró mi horóscopo y me informó que, por la insólita ubicación de las estrellas, me presagiaba una vida sin término. De acuerdo con esos signos, yo sería inmortal, y en consecuencia, el más glorioso de los Orsini. Le argüí que mi padre me odiaba y no me dejaría sobrevivirlo pero Silvio me respondió que por medio de la magia él podría evitarlo, añadiendo que también lo quería mi abuela Diana. Ante esa última revelación, cedí, y Silvio de Narni hizo el terrible conjuro. Cuando terminaba la invocación diabólica, oímos gritar en el parque a unos pavos reales fatídicos, lo cual nos asombró, pues no los había en Bomarzo, y mi abuela apareció en la terraza, alertada por el anuncio de desventura, en tanto los servidores declaraban que el cortejo de mi parde, el condottiero, regresaba a Bomarzo por el camino de Florencia. Supe que el Duque venía malherido y advertí que pronto se cumplía el plan arcano del astrólogo.

Cuadro IV, “Pantasilea”

Pero el Duque no quería verme y me ordenó que me fuese a Florencia, en donde tenían su corte los Médicis, sus amigos. Había allá una cortesana famosa, Pantasilea, y a ella me envió, quizás para burlarse de mí. Me aguardó la meretriz, pensando que los Orsini le enviaban un príncipe hermoso, y sufrió una decepción lógica, cuando el jorobado entró en la cámara donde cantaba el amor que tenía en Florencia su corona. Me acompañaba el esclavo Abul, a quien tanto quise, y recuerdo el terror que sentí al encontrarme solo con ella, en una habitación rodeada de espejos que poblaba mi triste imagen, y al imaginar yo que los pequeños monstruos de los espejos se mofaban del visitante acongojado. Le regalé mi collar de zafiros a la mujer voluptuosa y le pedí que me dejara partir. Me contestó, entre bromas y veras, que lo haría, y que a cambio de mi obsequio me entregaría otro. Me condujo frente a una alacena y no bien abrió sus puertas, terminó de enloquecerme su contenido, pues encerraba cráneos, huesos, bestias embalsamadas y los espantosos líquidos que utilizaba para atizar el fuego de los amores débiles. No resistí y escapé, en momentos en que sus pavos reales prolongaban el pregón aciago que yo había escuchado en el castillo.

Cuadro V, “Muerte de Girolamo”

Las retrospectivas imágenes me guiaron luego a un lugar de Bomarzo, vecino del Tíber, donde mi abuela, inspirada por el anuncio de mi inmortalidad, me narró, como tantas veces, la historia de los Orsini maravillosos, y me aseguró que no debía temer nada, pues me protegía la Osa ancestral. Surgió en ese instante Girolamo, en lo alto de una peña. Se aprestaba a bañarse en las aguas del río y se mofó de la promesa de mi horóscopo. Se burló de mí, de mi pobre flaqueza, y al retroceder, perdió pie y cayó en el Tíber. Me llamó con voz desfalleciente, pero Diana Orsini impidió que lo auxiliara. Supe que la nuca de mi hermano había golpeado contra una peña, que moría. Mi abuela me tendió los brazos: “Ven, Duque de Bomarzo, para siempre”.

Cuadro VI, “Pier Francesco Orsini, Duque de Bomarzo”

Poco después de Girólamo, murió mi padre, de modo que quien heredó el deudo fui yo. Realizamos la tradicional ceremonia, y mi abuela me presentó a una de las invitadas, la hermosa Julia Farnese. Desfilaron delante de mí, señores y vasallos. Para mi disgusto, Julia salió con Maerbale, mi hermano menor. Permanecí solo, con Abul, y se me acercó un embozado, en cuya traza sin rostro me pareció reconocer al fantasma de mi padre. Pero Diana velaba y regresó, aventando mi desesperación y repitiéndome que ahora yo era el Duque y que debía casarme con Julia, cuya alianza nos convenía a todos. Me lo dijo con tal sobrehumana vehemencia, que la seguí hasta la terraza.

Cuadro VII, “Fiesta en Bomarzo”

Bailaban los cortesanos en la adyacente terraza, y yo, aislado por imposición de mi dramático destino, apenas acerté a musitar el amor que en mí despertaba Bomarzo, mi Bomarzo, porque yo soy Bomarzo. De un sueño pasé al otro, en medio del ensimismamiento, y tuve la impresión de que conmigo bailaban, tratando de apoderarse de mí, el esclavo Abul y Julia Farnese, hasta que los enmascarados danzarines regresaron y, al empujarme por la terraza, el sueño se mudó en pesadilla.

Cuadro VIII, “El retrato de Lorenzo Lotto”

Mi memoria me presentó a continuación una extraña escena. Acababa yo de regresar de la campaña de Picardía, en donde luché con los franceses contra Carlos Quinto, y entré en mi gabinete buscando en seguida la imagen que tanto me fascinaba: mi retrato, pintado por Messer Lorenzo Lotto en Venecia. Recuerdo que me detuve frente a ese óleo y que le dije a Abul que el artista había reflejado en él lo mejor de mí mismo, mostrándome como un hermoso príncipe romano. El esclavo se retiró y entonces advertí, a un lado, un gran espejo. Yo había desterrado los espejos de Bomarzo, y sin embargo, desde su claridad, en oposición a la del retrato señoril, me asaltaba la otra versión de mi dolorosa hechura, de tal suerte que comprendí que yo era, simultáneamente, ambos, y que si se me otorgaba la inmortalidad presunta, sobre los dos se extendería. Pero en ese momento asomó, en lo hondo del espejo, la cara del Demonio, impulsada tal vez por los espíritus de mi padre y de Girolamo y, ciego de pavor, rompí el cristal con mi casco metálico. Mi angustia llegaba así al paroxismo a través de una crisis que enfrentaba mi patética dualidad.

ACTO II

Cuadro IX, “Julia Farnese”

La bella, la exquisita Julia Farnese constituía para mí una obsesión constante. No es raro, pues, que a mi mente acudiese, y que tornara a verla en su palacio paterno de Roma, la tarde en que cantaba delicadamente la gracia del amor cortesano. Maerbale cantaba con ella y yo, escondido, intercalé en el rítmico poema las frases que proclamaban mi amargura. No resistí, cuando Maerbale y Julia se aprestaban a beber un vino rojo, y al acercarme derramé, involuntariamente, sobre el ropaje de Julia Farnese, el contenido de la copa. Tuve que alejarme, adivinando en esa mancha púrpura un vaticinio de muerte.

Cuadro X, “La alcoba nupcial”

Julia Farnese y yo nos casamos, en Bomarzo, con extraordinaria pompa, y de esa manera se volvieron realidad las esperanzas de mi abuela y las mías. Luego de la ceremonia, subimos a la habitación nupcial que yo había hecho decorar expresamente. Le señalé a la esposa los mosaicos que alternaban, en su heráldico diseño, las rosas de los Orsini y los lirios de los Farnese, y de repente descubrí, entre esas cerámicas, una que representaba la faz del Demonio y que Julia no consiguió ver. Comprendí entonces que debía encarar sin límites la lucha con las fuerzas infernales.

Cuadro XI, “El Sueño”

No pude lograr a Julia esa noche y ello me sumió en la desesperación más profunda. Se acentuó el drama con un sueño terriblemente erótico, en cuya niebla se insinuaron ya las siluetas de los futuros monstruos de Bomarzo; y las pintadas figuras de los hombres y mujeres que pueblan las tumbas etruscas de la zona se animaron, apoderándose de Julia y de mí en su ronda lúbrica y brindándome, a través de la ardiente fantasía, lo que me había negado la realidad.

Cuadro XII, “El Minotauro”

Salí, como un demente, de la alcoba, y avancé por la galería que adornan los bustos de los emperadores romanos, hasta llegar a la central escultura del Minotauro. Sentía, en torno, a los orgullosos Orsini, que me cercaban como los emperadores a la bestia mítica, y al reconocer a mi sombra fatal, a mi espantoso espejo, en el Minotauro, besé sus labios marmóreos. Estremecía a Bomarzo la pasión amorosa, que brotaba por doquier, y yo hallaba refugio únicamente en aquel dulce amigo, hombre y bestia, mientras moría en la noche nuestro amor de solitarios.

Cuadro XIII, “Maerbale”

Corrieron los años, con su secuela de infortunios, y yo no podía eliminar de mi mente afiebrada la idea de que Julia y mi hermano Maerbale me deshonraban con una intriga incestuosa. Para salir de dudas, lo induje a Silvo de Narni, mi astrólogo, a que provocara, delante de mis ojos, una entrevista de los amantes supuestos. Me escondí en la arboleda, y no bien apareció Maerbale, Silvio lo convenció de que Julia lo aguardaba en su cámara. No me percaté de que Nicolás Orsini, el hijo adolescente de mi hermano, velaba también entre el follaje, y de que, cada uno desde su escondite, presenciábamos la ambigua escena. Besáronse los traidores y en seguida ordené a Abul que tratase de que el segundón descendiera del aposento de Julia, pero Nicolás, intuyendo el peligro, se le adelantó, urgiendo a su padre que se diera a la fuga. Instigado por mí, el esclavo lo persiguió con su daga desnuda. Así perdió Maerbale la vida.

Cuadro XIV, “La alquimia”

Silvio de Narni, astrólogo y alquimista a un tiempo, dedicó todos esos años a buscar, en su fantástico gabinete de los sótanos del castillo, la fórmula que me procuraría la inmortalidad augurada. Por fin la obtuvo, y una noche me convocó, para comunicármelo.Yo ya había realizado la peregrina, incomparable tarea de metamorfosear a las rocas de mi parque en otros tantos monstruos gigantescos. Era mi “Sacro Boscque”, la galería extravagante que hacía de mí un capitán de monstruos de piedra. Esas figuras -el Elefante, Neptuno, la Tortuga, el Combate Titánico, el Dragón y los Perros, el Bifonte, la enorme Ninfa, la Boca del Infierno- simbolizaban los episodios de mi existencia desconcertante. Nos rodeaban, en el mágico gabinete de Silvio, las estatuas polícromas de los alquimistas célebres, desde Hermes Trimegisto y Apolonio, hasta el gran Alejandro, y en tanto que el hechicero preparaba en su alambique la pócima suprema, me pareció que aquellas horribles formas danzaban como furias alrededor, contribuyendo a la elaboración del filtro. No me di cuenta de que el pequeño Nicolás, siempre en acecho, nos rondaba, ni menos que juraba vengar a su padre.

Cuadro XV, “El Parque de los Monstruos”

Y ahora, porque Nicolás Orsini mezcló el filtro de la inmortalidad con el filtro del veneno, presiento que voy a morir. Los Monstruos de Bomarzo montan guardia a la vera del Duque cuyo soplo se apaga. ¡No he de morir! ¡No puedo morir! ¡Debo estar aquí siempre! ¡No me dejéis partir, santos, bienaventurados y papas de la familia Orsini! ¡Osos de los Orsini, no me dejéis partir! Porque yo soy la sangre de estas rocas amadas y la sangre que por amor derramé, también las fecunda. Mis ojos se cierran. ¿A dónde sino aquí, podría ser inmortal? El niño pastor ha regresado y besa mi frente. Ese beso equivale al perdón. Bomarzo me perdona. Mi corazón no late y no obstante me alzo y voy, con los brazos tendidos, hacia mis Monstruos. Un día vendrá aquí un soñador y recordará todo esto. Con él estaré yo aquí y ya para siempre, siempre, porque quien recuerda no ha muerto.

 

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